El encantador de serpientes
Una situación verdaderamente histórica se ha dado a conocer en el Partido Obrero: su fundador y principal dirigente durante 50 años, Jorge Altamira, quedó afuera de la dirección nacional del partido. Ante una situación que nunca creí que se produjera, y en torno a la cual me pronuncié reiteradas veces ante compañeros muy queridos que mantenían la actividad, quisiera dejar sentado cómo veo la figura de este dirigente, desde mi humilde opinión de ser un observador muy cercano a sus actividades en los años 80 y 90.
Hay dirigentes que tienen la virtud, cuando se discute o se dialoga con ellos, de organizar la cabeza de su interlocutor. A veces con pocas palabras, cumplen en el diálogo una función didáctica, ordenan lo que ya se sabe, instruyen acerca de cómo partir de lo más particular hacia lo más general, elevan un nivel el pensamiento de quien lo escucha. Su poder es la simpleza y la claridad, para barrer con las falsas apariencias con las que nos bombardean los discursos dominantes.
Con Altamira pasaba exactamente lo contrario. El que conversaba con él en buenos términos, discutía o confrontaba ideas, inevitablemente salía con sus pensamientos completamente desorganizados. Si algo sobresalía en sus polémicas era su capacidad para argumentar a través de factores tan inesperados, tan alejados de lo que habitualmente era asociado al tema de discusión, que uno quedaba completamente desarmado, desnudo intelectualmente, ya que el esfuerzo por rearmar el hilo de la polémica no permitía sostener una discusión por mucho tiempo.
Su espíritu de contradicción, su habilidad para la polémica, su energía y agresividad para la discusión, dejaban siempre a sus contendientes sin palabras. En sus cincuenta años al frente del partido fue, más que un dirigente, un caudillo intelectual. Su oratoria era brillante, pero sobre todo en los actos internos del partido, donde ya contaba con la adhesión indiscutida del conjunto. En los actos callejeros no lucía tanto: allí prevalecía el grito, la consigna, y desaparecía ese ethos subyugante de los actos cerrados donde entre ejemplos, anécdotas, ironías, comentarios apenas más didácticos, se iban destilando las ideas y las nociones que obviamente eran la parte medulosa de sus discursos. Si una palabra podía resumir su oratoria en esos actos internos, donde hablaba más relajadamente y se permitía todo tipo de recursos retóricos, era la seducción. Si otros dirigentes, como dijimos antes, educaban y organizaban la cabeza, Altamira seducía, subyugaba, sometía las mentes de sus oyentes a través de una oratoria movilizadora.
Altamira era, en ese sentido, un encantador de serpientes. Como todo encantador de serpientes, necesita de la complicidad, consciente o inconsciente, de sus interlocutores. Ante un auditorio hostil, Altamira enfurecía, lograba respeto, pero no lograba adhesiones. Al revés, aunque podía enmudecer a un auditorio hostil, generaba más rencores que reflexiones. El encantador de serpientes actuaba logrando adeptos y luego, en cada nuevo discurso, en cada nueva polémica, el adepto se iba consustanciando cada vez más con sus ideas. Al tiempo, por un efecto de adicción y también por contagio con los otros, los adeptos empezaban a necesitar cada vez con más frecuencia ese alimento y, hasta cierto punto, comenzaban a rechazar cualquier otro tipo de discurso, que pasaba a ser considerado falto de carácter, insulso. Si se convocaba a una charla dada por un dirigente cualquiera, la gente concurría; si la charla la impartía Altamira, la gente deliraba y concurría en masa.
Pero su oratoria también tenía un costado de barricada. Su discurso era físico, movilizaba, enardecía, hacía reír y hacía odiar al enemigo. Jamás le escuché un discurso (hablamos siempre de actos cerrados) que fuera sereno, que haya tenido que ser escuchado, meditado, digerido. Los aplausos y las risas eran la reacción constante que escandía reiteradas veces las palabras del líder del partido. En ese sentido solía ser un tribuno de guerra, que llevaba a sus hombres inevitablemente a lo más arduo del combate. Un dirigente que revistó en el comité ejecutivo durante muchos años afirmaba: “Uno lo escucha a Altamira y visualiza a las masas avanzando con banderas rojas, luchando contra el capitalismo, conscientes de su papel en la derrota de la sociedad de clases. Después se enciende la luz y todo vuelve a la normalidad”.
Pero de ninguna manera se trataba en Altamira de un discurso didáctico. Si el discurso didáctico reordena la cabeza, Altamira la desordenaba sustancialmente. Su espíritu de contradicción era tan sorprendente que uno se quedaba con la idea de que para pensar o analizar un suceso había estado considerando apenas una circunstancia secundaria del problema. La cabeza salía desordenada y debía realizar un enorme esfuerzo para incorporar esa nueva “lección” en el orden de las cosas. A pesar de que él se jactaba reiteradamente de que vivía “educando militantes”, en realidad de educador tenía muy poco. Su principal elemento de seducción intelectual consistía, justamente, en su capacidad para desorganizar el razonamiento de sus interlocutores.
Ese espíritu de seducción, a través de saltar constantemente a nuevos niveles de pensamiento, a través de destacar matices ignorados o menospreciados, a través de abrumar con erudición y con una importante actualización de los sucesos de la realidad diaria, no se correspondió nunca con un esfuerzo teórico que dejara de lado las conclusiones o posiciones de cada situación política y se dirigiera más bien a una generalización de situaciones, que pudieran ser entendidas más allá de las minucias de la lucha del momento. Su método no consistió nunca en superar los hechos diarios para arribar a una ley, que permitiera conectar esos hechos con otros sucesos de momentos previos o posteriores. Si se remitía a hechos de la historia del movimiento proletario, era para incluirlos como un ejemplo más que lo igualaba con los sucesos del presente. La historia era así aplanada, dando la sensación de que “todo siempre había sido igual”.
Como ya se ha señalado, no escribió ningún libro: todos sus “libros” son recolección de artículos, que padecen el envejecimiento lógico de un texto referido a situaciones que la mayoría de las veces no superan el interés de unos pocos meses. Cuando se intentó organizar el primer libro con artículos destacados de Altamira, los editores partidarios se encontraron con que uno solo, de 1992 sobre la crisis mundial, podía ser leído con provecho después de algunos años. Los demás necesitaban reposiciones infinitas y atacaban cuestiones menores que la historia ya había dejado en el olvido. Este descuido o incapacidad por dirigirse a un lector más amplio, más lejano en el tiempo y, por ende, por escribir con cierto desapego a la minúscula realidad inmediata, se corresponde de alguna manera con dos cuestiones: la primera, es la inexistencia de libros en el conjunto de dirigentes del PO, no sólo por el agobio del modelo de su líder sino además por la rigurosa “censura” que rodeaba cada publicación; la segunda, la incapacidad del partido, reiterada en cada congreso, de poner en pie una escuela de cuadros y de desarrollar un estudio teórico sostenido en el tiempo y profundo en su mirada.
La revista mal llamada teórica no era más que un periódico ampliado, y la aparición allí de artículos con un vuelo teórico que se desprendiera de la “situación política” era muy poco frecuente. Fue sobresaliente, durante muchos años, la desconfianza no solamente con los intelectuales sino también con el trabajo teórico, reservado casi explícitamente a los cuadros de dirección, pero tampoco puesto en práctica. No está de más destacar que el Partido Bolchevique, que tomó el poder veinte años después de ser fundado, ya había sido testigo hasta 1917 de la publicación de libros de Lenin, de Trotsky, de Bujarín, de Zinoviev, de Stalin, por nombrar los más conocidos. En el Partido Obrero, 55 años después de fundado, los libros –en el sentido exacto del término– eran escasos: nombremos el de Cristian Rath y Andrés Roldán sobre la Revolución de Mayo, en los últimos años. Los libros de Pablo Rieznik tuvieron un alcance más universitario que político. Algunos otros los escribieron compañeros partidarios sobre aspectos puntuales. Las memorias de Gregorio Flores sobre Sitrac-Sitram fueron publicadas sin buscar la aprobación del partido de manera adrede.
En esas condiciones, si el trasfondo teórico del Partido Obrero (y por supuesto no hablo del trasfondo “marxista” del partido, sino de la diferencia específica que lo separaba de las otras interpretaciones marxistas, y en particular trotskistas, que lo llevaban a tener una organización separada) no pudo jamás ser enunciado, si se reducía a frases sueltas y muchas veces contradictorias, o a veces contradichas por fracasos o renunciamientos no explicados, entonces la “verdad” última, el sentido fundamental de la política del partido no podía más que ser encarnada por ese dirigente que reconocía el matiz preciso, el detalle justo, los datos pertinentes para evaluar una situación. De esa manera, lo que estructuraba al partido obrero eran ciertos “usos y costumbres” (y no una línea política explícita) y, sobre todo, la admiración por su único dirigente. Esa admiración era finalmente lo que daba coherencia, lo que lograba obediencia, lo que decidía taxativamente lo que estaba mal de lo que estaba bien, que axiomáticamente coincidía con la palabra de Altamira. Si ese centro movedizo, cambiante, inasible, era el que decidía todo, la línea política del partido no podía ser otra cosa que “empirismo”, y el término fue proferido en su momento por un dirigente partidario, apuntando justamente a la falta de un marco teórico adecuado para guiarse en las cambiantes circunstancias de la vida política argentina y mundial.
Un dirigente del CE que le llevaba a Altamira los artículos para publicar el periódico durante la dictadura afirmaba que “antes de que hablara Altamira”, ya sabía que todos los artículos estaban equivocados. Altamira hacía y deshacía a antojo no sólo los artículos del periódico sino también los documentos que se elaboraban en un congreso. Otro dirigente, insospechado de rebelde, en ocasión de estar redactando un documento en una comisión congresal, se preguntó en voz alta: “¿Por qué tenemos la certeza de que estos documentos nacen muertos?”. Y es que esos documentos iban a ser pasados por la criba impiadosa del único dirigente que podía pasar por encima de esa institución, que según afirmaban los estatutos era el “máximo órgano dirigente” del partido. Pero consuetudinariamente había alguien que estaba por encima de ese máximo órgano.
Un partido revolucionario no debe depender de un genio, si es que aquél de quien hablamos era un genio, como mucha gente lo creía o lo cree. En primer lugar, porque ése es un partido muy débil: los servicios de inteligencia o la misma biología puede encargarse de que desaparezca ese supuesto genio, y el partido quedará desnudo. Dos o tres veces en la prensa del partido y en la revista teórica se habló del “papel de la personalidad” en los partidos revolucionarios, y nada claro salió de esos artículos. Uno de ellos seguramente apareció con motivo de la muerte de Nahuel Moreno o, más probablemente, con el estallido en veinte pedazos del MAS (contestando a la pregunta obvia: ¿sólo un dirigente cohesionaba a esa gran organización?). La respuesta del PO en esos artículos fue que, invariablemente, el papel de las grandes personalidades no era tan importante como el programa político, pero eso no explicaba la necesidad de contar con esas grandes personalidades, ni la rara coincidencia entre la muerte de algunos dirigentes (Lenin y Trotsky, en primer lugar) y la dispersión de sus seguidores o el desencadenamiento de fuerzas centrífugas. En segundo lugar, un partido revolucionario no debe depender de un único dirigente porque no se puede depender de un análisis “brillante”, de un matiz secreto o de una capacidad sobrehumana para actuar en el presente. Debe ser un partido con pocas ideas claras y una exhibida tolerancia para todo aquello que no cuestione ni debilite esas consignas centrales. La existencia de un solo dirigente, dice Trotsky, es la características de las sectas. Cincuenta años de unicato altamirista no terminaban de convencer a muchos de que esa afirmación de Trotsky tenía mucho que decir de la vida del Partido Obrero.
Así, gracias a que no existía un trabajo teórico que llevara a conceptos generales la acción política, y a que el partido dependía casi exclusivamente de la admiración de su único dirigente, todas las características personales, individuales, psicológicas de Altamira se imprimían en el partido como si fuera una emanación suya. Esto, que hasta cierto punto es siempre un proceso natural, aquí tomó ribetes de patología generalizada.
Uno de estos rasgos más salientes es la exclusiva confianza en las propias ideas, la incapacidad para escuchar a los demás y la tendencia constante a la ofensa, el agravio y el insulto al contendiente. La confianza exclusiva en las ideas propias no es algo negativo en sí, pero si no se tiene la capacidad de escuchar realmente al otro, si en el otro solamente se ve el error, la influencia de ideas ajenas o el carácter de clase de ese supuesto error (que no tendrá carácter de clase hasta que no se demuestre que es un error, en base a un parámetro común), entonces no se puede poner en juego un ámbito de conversación ni de frente único de ningún tipo. La confrontación es siempre error contra acierto, nunca se considera la posibilidad de que haya una “tolerancia” (como afirmaba Trotsky en sus trabajos sobre dialéctica) de posibilidades, nunca se cree posible establecer un diálogo para poder dejar planteada una alternativa a futuro. Cuando se analizaban los documentos o artículos de los otros partidos (o también documentos no emanados de la dirección, con algún tipo de crítica), invariablemente se los consideraba en su faz negativa, como puro error, como mero desconocimiento, aunque ese error a veces estuviera inscripto en un solo concepto, en un solo término, en un adjetivo. Todo el resto era descartado, ni siquiera enunciado. La palabra del otro era un puro error, una pura mistificación. De esa manera no había ningún plano común: el otro podía haber hecho un esfuerzo ciclópeo para realizar un planteo, pero ese adjetivo fatídico hundía su esfuerzo en la marea negra del pantano pequeñoburgués. De esa manera, de entrada la contrastación (la discusión, el debate, la seducción al rival) quedaba completamente descartada, y el relacionamiento del PO con el resto de las fuerzas políticas (a nivel sindical, nacional o internacional) naufragaba para toda la eternidad.
Si lo que el otro plantea es siempre, inevitablemente, una suma de errores y de ignorancias, no queda otra que caracterizarlo dentro del marco conceptual de los errores posibles en el marxismo: se lo adscribirá a tal o cual tendencia política (movimientismo, nacionalismo burgués, estalinismo, o bien oportunismo o sectarismo), sin hacer el menor esfuerzo por ver qué se busca positivamente para hacer avanzar el conocimiento de la realidad. No solamente se procedió entonces al insulto de los contendientes políticos (tendencia que un grupo universitario desprendido del PO asumió como herencia exclusiva de su paso por el trotskismo, dedicándose casi exclusivamente a insultar antes que a discutir de política) sino que se procedió además al insulto de todo tipo, ante cualquier matiz o “herejía” interna del partido. El maltrato, la humillación, el insulto y la injuria con los que Altamira trataba sobre todo a su entorno inmediato no solamente eran conocidos por toda la organización, sino que gracias a su voz estentórea nadie podía ignorar si pasaba alguna vez en su vida por el local central.
Las mejores mentes del partido fueron pulverizadas psicológicamente y fueron humilladas en público por Altamira, en plenarios, reuniones diversas, congresos, reuniones del Comité Central. Hacia el año 98 o 99, hablando de cuestiones estrictamente personales, Altamira me comenta: “Si yo me muero, este partido desaparece”. Yo lo miré sorprendido, creyendo que había tomado conciencia de su rol desmedido en la organización. Pero concluyó: “Porque todos los que me rodean son movimientistas”. Estaba hablando del comité ejecutivo del partido que él había fundado, formado y desarrollado. Tenía un desprecio supino por los mejores cuadros de uno de los partidos más honestos de la política proletaria. Él se ubicaba por encima de todos ellos y se sentía Lenin en octubre de 1917, cuando amenazó retirarse del Partido Bolchevique para convocar a las masas a la insurrección directamente (en un texto reciente, de mayo de 2019, se comparó también con el Lenin de las “Tesis de abril”). ¿Y eso justificaba los maltratos y las humillaciones? Todos lo justificaban, porque se suponía que era más lo que aportaba que lo que quitaba. Pero uno y otros no se daban cuenta de que paulatinamente el partido se hacía cada vez más débil, pues el método de este dirigente consistía en aumentar cada vez más su ascendiente sobre el conjunto de la masa partidaria, disminuyendo cada vez más la autoridad moral y política del resto de los dirigentes.
Hoy todavía se puede observar eso. La autoridad de Altamira cayó en picada no directamente por una rebelión interna, sino por la impugnación feroz que recibió de parte de la masa electoral del Frente de Izquierda. La votación por Del Caño confirmó que, en los ámbitos de la izquierda, se prefería votar a un desconocido antes que a un dirigente omnipresente de manera abusiva, que siempre había figurado en la candidatura más aceptable para estar frente a las cámaras de televisión. Y ya hemos dicho que la admiración que producía en sus partidarios era exactamente igual al encono que producía en sus opositores. La votación de las PASO de 2015, a las que el PO fue casi diríamos por propia determinación, y tras las cuales ni siquiera se autocriticó de haber concurrido sin estrategia ganadora (dando por sentado que ganaban 80 a 20), fue la confirmación de que no había un Lenin consustanciado con las masas de izquierda, enfrentados ambos con un comité central movimientista. Como broche, la negativa soberbia a discutir con Del Caño para no “demolerlo” tuvo el mismo efecto que el cajón quemado de Herminio Iglesias.
Después de la ausencia de Altamira y su renuncia a dirigir el periódico, otro grupo se hizo cargo de la dirección del partido. Las capacidades de estos dirigentes son juzgadas a partir de compararlas con el dirigente histórico: se desconfía de su oratoria, no generan entusiasmo, se critican sus apariciones en público, se escudriñan hasta el milímetro sus posturas políticas para encontrar supuestas desviaciones. Es decir, se han convertido en seres humanos. Pasarán muchos años hasta que el conjunto del partido pueda entender que no hacen falta héroes ni genios para dirigir un partido revolucionario. Se necesita un grupo firme con pocos conceptos claros, y una actitud hacia el resto de la izquierda que sea fraternal y donde las diferencias puedan ser discutidas, evaluadas y balanceadas (es decir, no gritadas, vociferadas e insultadas). Eso es lo que necesita el conjunto de seguidores del Frente de Izquierda, donde el PO podría jugar un papel mayúsculo. Pero se llega a esta situación después de 50 años de insultarse con el resto del trotskismo, y ni qué hablar del resto de partidos de izquierda. Pasará mucho tiempo antes de que se logre generar una confianza mutua que llegue incluso al ámbito del pensamiento teórico.
Si alguien ha llegado hasta aquí podrá plantearse que he hablado mucho de las características del liderazgo de Altamira pero nada de su línea política, de sus aciertos en el direccionamiento del partido. Lo que he narrado es, a mi modo de ver, lo que estructuró en todo momento la línea política. Si el posicionamiento ante cada situación dependía del empirismo y del carácter antojadizo del único que emitía un juicio lapidario sobre lo que convenía hacer, era inevitable que en la historia del partido se evidenciaran momentos contradictorios. El más evidente: durante años se criticaron las “cooperativas electorales”, y desde 2011 el PO está en una cooperativa electoral. Eso quiere decir: si estoy yo, está bien. Si está el otro, es un oportunista. Este vaivén no tiene ningún asidero teórico en el marxismo.
Señalaré solamente algunos puntos sobre los que jamás existió autocrítica ni reflexión alguna. En 1973 se llamó a votar en blanco en la elección de marzo, pero en la de septiembre se llamó a votar “en blanco o al PST” de Nahuel Moreno y Juan Carlos Coral. No hay autocrítica escrita acerca del desacierto de no legalizarse y presentarse a elecciones, y menos del cambio de voto entre una elección y otra.
En 1983 se rompió un posible acuerdo electoral con el MAS porque el PO propuso “candidaturas obreras” y el MAS no aceptó. El PO fue con Gregorio Flores como presidente y se burló de que el MAS llevara un “pequeño burgués” como Zamora a la presidencia. Desde 1985 el candidato eterno fue Altamira (diputado, presidente, gobernador, etc.). ¿Y las candidaturas obreras? Atención: fue el motivo de ruptura con el MAS, ¿y después no tenían más sentido?
Durante los largos años 90 se anunció una devaluación “inminente” (documento congresal de 1993, firmado por Luis Oviedo). Se jugó con el titular del periódico (“¿Se devalúa Menem?”, etc.), se promovió un debate en el correo de lectores acerca de qué características tendría la devaluación en ciernes. Esos ciernes vinieron diez años después. La caracterización del PO debería haber tenido al menos una reflexión.
Desde fines de los años 90 se criticaba (con burlas) el planteo del PTS de constituir un frente entre las organizaciones trotskistas. Hoy el PO está en un frente trotskista.
Hay otros puntos que pueden ser destacados. Pero me detendré en la imposibilidad de tener una política internacional. Así como Altamira se peleó con todo el mundo en su país, la fraternización con partidos de otras latitudes fue imposible. Apenas durante 5 o 6 años, en los 70, el PO formó parte de un agrupamiento internacional. Luego vivió casi 20 años de ostracismo, donde fue acusado de “nacional trotskismo”. A fines de los 90 se logró un pequeño agrupamiento internacional, pero los que vinieron a la Argentina a proponerlo (Franco Grisolía y el grupo italiano) terminaron expulsados hace poco tiempo atrás. El grupo brasileño se perdió; en el resto de Latinoamérica no hay nada, más allá de pequeñas organizaciones de simpatizantes. Con el grupo griego se distanciaron nada menos que por el voto a Syriza. Pero Sabbas Matsas tiene buenas relaciones en toda Europa central. ¿Con quién tuvo buenas relaciones el Partido Obrero? Pareciera ser que la técnica de la “delimitación política”, como gustan llamarla, y el agravio permanente no rinde buenos frutos en una época de franco retroceso de los partidos de izquierda a nivel mundial.
En definitiva, la política del PO bajo la dirección de Altamira puede ser definida como situacionismo: carente de una serie de conceptos generales que permitan orientar la acción partidaria en cada situación, ante cada giro imprevisto (y la Argentina tiene muchos) se dependía de la ocurrencia brillante de quien había convencido al conjunto de que cada situación requería una postura novedosa. Si no se comprendía ese nuevo matiz, ese detalle sorprendente, el partido corría el riesgo de caer en la más cruda traición política a los principios sagrados del proletariado internacional.
El Partido Obrero debe comprender esta herencia y debe saber qué hacer con ella. Debe poder distinguir los aspectos positivos y los muy negativos que le imprimió ese unicato dirigencial. Ya los hemos enumerado, pero no está de más repetirlos: situacionismo, empirismo y, sobre todo, debilidad. Un partido que depende de una única mente supuestamente preclara es un partido que no puede pasar ninguna prueba importante de la historia.
Sin mucha esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser discutido, pero fiel al compromiso que asumí hace 46 con el socialismo, dejo escritas estas impresiones personales para que sirvan para la elaboración política de los que saben más que yo.
Hernán Díaz
26 de mayo de 2019
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